Ayer se cerró una página de la historia de mi pueblo. Perdonen la solemnidad de esta afirmación simplemente para referirme al cierre de un bar, pero así es como lo veo. La Tapadera, y sobre todo su dueño, el Pardo, ha sido un referente para varias generaciones de amigos y conocidos.
Yo, que soy de poco llamar, sabía que si algo se cocía un sábado por la noche, al menos se empezaría a cocinar allí para acabar Dios sabía donde. Allí estaban los parroquianos de casi siempre, o alguna grata sorpresa en forma de visitante ocasional. Bien es cierto que, al decir del mayor de los Roldán, ligar, lo que se dice ligar, se ligaba más bien poco a pesar de que mozas las había (y vaya mozas), pero probablemente este garito fue, junto con la Champa, uno de los que más carcajadas y risas han oido de gente a la que quiero. ¿Cuantos saimazas, cacharritos, pelotazos? ¿de cuantos cuellos me habré colgado? ¿cuantos paseos lunares? ¿cuantas discusiones bizantinas? ¿cuantos recuerdos?.
Ahora, no tenemos ningún referente para ir "sin cita" a tomarnos una cerve y encontrarme con alguien...
Desde hacía mucho tiempo no sentía la sensación que sentí ayer. Cuando era un chaval, el último día de Fiestas era un día muy triste. Significaba el final del verano, la vuelta a las obligaciones escolares correspondientes y a la rutina. Para mi marcaba el final de una etapa y el inicio de otra, con los buenos propósitos que te marcabas para luego incumplir inexorablemente: "voy a estudiar al día, voy a centrarme un poco, voy a ser más ordenado...".
Luego pasó el tiempo y vinieron otras obligaciones (laborales, conyugales y paterno-filiales) que hicieron que las Fiestas quedaran en segundo plano, pero ayer con el cierre de la Tapadera, volví a tener esa sensación amarga y un nudo en la garganta como los últimos días de Fiestas de los veinte años.
En fin, como diría el Pardo, basta de mariconadas... Gracias por todo (y por ponerme la penúltima).
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