sábado, 29 de agosto de 2020

Oir música

Cuando se habla de audición consciente se suele emplear el verbo escuchar. Sin embargo, casi nadie dice que está escuchando música sino oyendo música. 

No sé si esta convención popular se debe a una de esas pequeñas revoluciones incruentas que el pueblo soberano perpetra con respecto a las recomendaciones de la RAE, pero en todo caso, en lo que a mi respecta, en esta ocasión y sin que sirva de precedente, la ignorancia de dicho mandato, en caso de existir, me parece muy acertada. 

Digo esto, no por tocar las narices a tan respetable institución, sino porque sinceramente lo creo. En mi caso, y creo que en el de la mayoría de la gente, muchas veces pongo música de fondo como quién enciende una chimenea en un día de frío: para que me caliente, me anime, me acompañe, para que esté ahí mientras leo, dibujo, escribo, cocino, o miro por la ventana. De hecho, lo que más me gusta de su compañía es la posibilidad de disfrutar de ella sin tener que prestarle demasiada atención. No es exigente, no es necesario pensar en ella ni analizarla ni nada que requiera ni una pizca de consciencia. Y eso me parece que, como las mejores cosas que conozco, no tiene precio.

Me da igual lo que diga la letra, me da igual la intención del autor o del interprete, me da igual el virtuosismo o la originalidad de la pieza, simplemente la oigo y disfruto. Así de simple. 

Eso no quiere decir que, en ocasiones, como ocurre con todo el arte que me conmueve, no intente saber más sobre todo eso: letra, autor, intención, cómo lo hizo, por qué lo hizo y, ya el culmen, cómo podría hacerlo yo. 

A mi juicio, es una ventaja sobre el resto de las artes: aunque me encante la literatura, o la danza, o la pintura, o la escultura, de ninguna de ellas se puede disfrutar de manera tan inconsciente como con la música.    

sábado, 22 de agosto de 2020

El balcon en invierno - Luis Landero

 Me lo recomendó alguien, no recuerdo bien quién. Lo tenía en el Kindle desde hacía tiempo y no me animaba a leerlo tras consultar en algún sitio la reseña de Google: 

"Asomado al balcón, debatiéndose entre la vida que bulle en la calle y la novela que ha empezado a escribir pero que no le satisface, el escritor se ve asaltado por el recuerdo de una conversación que tuvo lugar cincuenta años antes, en otro balcón, con su madre. "

He de reconocer que el hecho que me empujó a leerlo es bastante prosaico: era "finito". No recuerdo qué había leído antes que me dejó un poco reticente a abordar un tocho, y me decanté por éste por su tamaño. Así de simple y estúpido. 

Después de leerlo, y reconocer a un gran escritor, he de decir que es una de esas obras de escritores que me dan un poco de alipori (¡Señor, qué palabra tan odiosa!): Un escritor hablando de sus cosas, de sus intimidades, de sus orígenes humildes y sus debilidades. No puedo evitar sentirme incómodo al leer este tipo de obras. Supongo que, por una parte siento estar invadiendo el espacio privado de alguien, y de alguna forma, veo mi privacidad comprometida en la medida en que, en demasiadas ocasiones, me veo reflejado en lo escrito. 

Estos son algunos de los pasajes que más me han hecho pensar: 

"También allí, en el fútbol, mi papel era de lo más confuso, y ese ha sido siempre el signo de mi vida, la ambigüedad, el desarraigo, el merodeo, la vaguedad de los contornos, la indefinición de las tareas". 

No es algo en lo que me vea identificado generalmente, pero si es cierto que a ratos, nos pasa a todos.  

"Ayer fue un día que se quedó casi sin vivir. Ya al despertarme, antes incluso de abrir los ojos, me di cuenta de que no tenía voluntad ni ganas de hacer nada, ni de leer, ni de escribir, ni de salir a pasear, ni de curiosear en Internet o ver un rato la televisión". 

Lo de levantarme desganado, no es algo que vaya conmigo. Al igual que ocurría con Bartleby el escribiente, yo me identifico con el personaje que se despierta con una energía plena que se va diluyendo a lo largo del día. Mi desgana es claramente vespertina, pero rara vez me la puedo permitir: privilegios de clase.   

"También en la vida real la memoria funciona así, con pasajes subrayados y notas marginales, con detalles cargados de sugerencia, a veces convertidos en símbolos. Hay épocas de nuestra vida de las que apenas recordamos nada. Años que, por intrascendentes y rutinarios, que son casi todos, la memoria ha ido abandonando hasta entregarlos al más atroz de los olvidos. "

Es una obviedad, pero el hecho de leerlo y darme cuenta del agujero negro en que se ha convertido ciertos períodos de mi vida, me asombra. Entiendo que es así para la inmensa mayoría, pero no es consuelo.   

"Esa palabra, corresponder, la tengo marcada a fuego desde niño. Si te hacían un favor, un regalo, una invitación, había que corresponder. Si no eras capaz de corresponder, se agradecían muchos los ofrecimientos pero no se aceptaban, no podían aceptarse."

Recuerdo cuando era un niño que, lógicamente, me encantaban los regalos. En Reyes o por mi cumpleaños, los regalos me hacían una ilusión tremenda. Por eso, cuando oía a alguien que "no podía aceptar un regalo" me sonaba a algo extra-terrestre. Sin embargo, la definición que hace el autor es perfecta para explicar esta conducta tan extravagante. 

"Pero yo lo que quería de verdad era amaestrar pájaros, hablar a voces, reírme y beber vino, y de vez en cuando trabajar un poquito". 

¡Qué jodío... y yo!. Bueno, lo de los pájaros, no, pero al resto me apunto.