Luisito me recibió con los brazos abiertos. Abrazos y sonoras palmaditas en la espalda, aunque lo primero que hizo fue dejarme claro que lo de Luisito no le hacía mucha gracia, que ya aquellos tiempos de hacer el cafre habían pasado, y que él ya no se identificaba con aquel apelativo.
Un tanto extrañado por tal arranque de dignidad comprobé que, si bien Luisito (perdón, Luis) exigía ser tratado de forma madura, su estilo de vida parecía anclado en aquellos años en que él agradecía el tratamiento de Luisito, y la protección de los amigos cuando, un poco pasadito de jarana, ejercíamos de amigos tuitivos y le dejábamos acostadito exactamente en la misma camita que ocupaba actualmente cuando conseguía llegar del sofá a la susodicha.
Y ha llovido desde entonces. Joder con Luis(ito)!, y con lo seco que es este país, pero ¡qué demonios! en más de 25 años podía haber cambiado el aspecto de su pisito de soltero. O al menos la puta cama ¡que ya le vale al tío cerdo!
Bueno, asquitos aparte, la verdad es que entre mi confusión y mi penosa situación, se agradecía que Luis me recibiera tan animosamente.
Charlamos, tomamos algunas cervezas, reímos, recordamos antiguas anécdotas, tomamos más cervezas y finalmente llegó la hora de retirarse a dormir. Caballerosamente Luis me cedió el mismo sofá en el que estaba sentado, en el que habíamos estado consumiendo cervezas, patatitas y variantes, soltando los consiguientes perdigones de dichas substancias sobre la superficie sobre la que me disponía a descansar aquella noche.
Lo peor no fue el repelús. Lo peor fue el ser consciente de que en veintitantos años de matrimonio, nunca había dormido en el sofá. Cuando nos cabreabamos nos dabamos la espalda y hasta el día siguiente. Entiendeme, que no quería que Luisito me invitara a dormir en su cama. ¡Que vá! Mucho mejor en el sofá. Pero el caso es que la consciencia de haber bajado tan drásticamente del escalón de la comodidad doméstica hizo mella en mi ánimo. Primero fue una lagrimita, luego un sollozo y finalmente un torrente mezclado con recuerdos de mi vida marital, que llegados a su punto álgido me hicieron pensar que era posible morir de pena en aquel lamentable sofá de Luisito.
Pero no, una vez superado el cenit de la congoja nostálgica, simplemente me quedé dormido. Así soy yo. Sencillo.
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