Luis(ito), ¡ay mi Luisito!.
Adoptado como mascota por la caterva de amigotes, Luisito era un tipo singular. Cuando recaló en el grupo de adolescentes inconscientes, borregos y descerebrados, adoptó el papel asimilado a mascota del grupo. Carecía de lo que considerabamos los niveles mínimos de presencia y pose para ser admitido en el rebaño, pero aquel pavo tenía algo de cachorrito que inducía a su adopción.
Pronto nos dimos cuenta de que, además del marketing que aportaba nuestra obra filantrópica con su aceptación en el grupo, tenía otras ventajas insospechadas. En el aspecto académico Luis era una máquina. Además, consciente de su arrolladora superioridad en ese aspecto con respecto al grupo, se hacía valer notablemente, incluso despóticamente. Todo empezó cuando Juan, a la sazón el más macarra y expeditivo de la pandilla, le conminó a que le hiciera los ejercicios de matemáticas o que se atuviera a las consecuencias. Recuerdo perfectamente la escena y, he de confesar que aunque no iba contra mi, me sentí intimidado. Pero lo que me dejó boquiabierto fue la reacción de Luis. Con perfecta calma y las dotes docentes de un profesor de instituto baqueteado y vocacional, convenció al matón de que no le iba a hacer su trabajo, y que no se lo iba a hacer porque no era justo (eso a Juan le daba igual) y porque, de hacerlo, convertiría a Juan en más inútil de lo que ya era (y eso a Juan ya no le daba tan igual).
Si hubiera tenido que elegir un adjetivo para describir a Juan, "inútil" no sería el escogido. No al menos en primera instancia y no sólo por las consecuencias que pudiera tener el despertar la furia de Juan, sino porque, a mis ojos adolescentes, medir un metro y ochenta y cinco centímetros con una proporción considerable de masa muscular, y su actitud arrogante y chulesca, hacían que le viera más con envidia que con misericordia.
Pero ahí estaba Luisito, con su metro setenta raspado, mirando a los ojos a Juan y bajándole los humos al coloso. Este, en el medio segundo de reflexión que el desconcierto le ofreció, debió valorar que si le daba dos guantazos, él se quedaba sin deberes hechos y con su imagen dañada en el grupo por abusar de uno de sus miembros, por lo que dominado por el estupor dió el tiempo necesario a Luis para que, con toda la paciencia del mundo empezara a explicarle los misterios matemáticos que impedían a Juan realizar correctamente su tarea, para finalizar con una píldora filosófica cuando le dijo:
- Ves, si te hubiera hecho los ejercicios seguirías sin tener ni idea del tema. Llegarías al examen hecho un zoquete y suspenderías igualmente. De esta forma, ahora sabes hacerlo y tus probabilidades de aprobar se multiplican.
Había nacido una estrella, o mejor dicho, Luis había enseñado su super-poder en el grupo y afianzado su status entre nosotros, lo que hacía que el resto de sus "taras" fueran toleradas con cariño, y por supuesto, defendidas ante cualquier agresión externa. Aquellas trazas, esas gafas, los chistes malísimos y su forma de reir ya no eran ningún problema.
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