No es que sintiera envidia sobre cómo se lo había montado Luis, pero sí es cierto que, haciendo examen de conciencia, de todos los miembros de la banda, una vez tamizados por el tiempo, el que parecía más auténticamente feliz era Luis. Y no me refiero a una felicidad de anuncio de Compañía de Seguros, sino a un estado cercano a la paz consigo mismo, que viene a ser lo más parecido que se puede considerar a la Felicidad.
Porque, el que más y el que menos, tenía sus problemillas. El que no estaba entrampado hasta las cejas en una huida continua hacia adelante, tenía una vida familiar cuando menos tormentosa, o le daba al alpiste más de lo recomendable, o peor aún, era un lamentable adolescente cuarentón ignorante de su patetismo, o todo junto sin orden ni concierto.
Sin embargo, Luis, con sus cosas, sus cositas, parecía completamente ajeno a todos aquellos problemas.
En todas estas reflexiones debí quedarme dormido en algún momento cercano, cuando alguien me agitó suavemente:
- Oye, que yo me voy a ir al curro, y supongo que tú deberías hacer lo mismo ¿no?
Así, con su sonrisa beatifica y un poco de sorna, pero ninguna piedad, me despertó Luisito a la mañana siguiente. Entre mi aturdimiento valoré la cobertura legal que tendría el abandono forzoso del domicilio familiar como excusa para ausentarme del trabajo, pero no encontré precedentes favorables, así que decidí incorporarme del sofá, darme una ducha y disponerme para ir al trabajo.
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