Hace 24 horas nos quitamos la legaña con el asesinato del General Soleimani.
Cuando lo leí, me quedé helado. Para mi, y para la mayoría de los analistas (infinitamente
más cualificados que yo) suponía una acción imprevista situada clara y peligrosamente
fuera de la legalidad internacional, que se supone que un país democrático debe defender en todo caso. Una vez más, parecía que la improvisación del "estúpido" presidente norteamericano nos iba a
llevar a un desastre sin precedentes.
En estas 24 horas, no es que piense lo contrario ni que apoye la acción, pero si que es cierto que hay que matizar algunas cosillas.
Al menos desde 2017, cuando el Daesh selló su práctica extinción, Irán está ejerciendo de potencia colonizadora en todo Oriente Medio. Aunque no lo hace directamente, interviene a través de milicias en Yemen, Siria, Irak, Líbano, etc.
Este verano varios petroleros y refinerías saudíes han sufrido ataques con bombas. Se acusó a Irán de estar detrás, pero las autoridades iraníes lo negaron siempre y las pruebas no han podido ser concluyentes.
Desde hace una semana la embajada estadounidense en Bagdad está siendo hostigada por activistas supuestamente alentados por Teherán; aunque desde allí, como siempre lo niegan: “Si la República Islámica decide desafiar y pelear, lo hará inequívocamente” (Jamenei dixit).
Pues bien, lo sucedido ayer es la forma de USA de decir "Hasta aquí. Yo no me escondo y si me buscas, me encuentras".
Las reacciones sobre el terreno son las habituales: clamar al cielo y exigir venganza en las calles, pero quién realmente debe tomar decisiones ahora si que tiene claro que su cabeza pende de un hilo muy muy fino.
Después de muchos años de perfil bajo, desde la última Guerra del Golfo, el sheriff ha vuelto y el que quiera algo, tendrá que contar con su presencia, ya sea en Irán, en México, o en Corea del Norte.
Por cierto, el papelón del mejor amigo inglés Boris, sin enterarse de nada ni informarle sobre el asunto es bastante significativo.
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