Una vez saldada mi deuda con la Sociedad, me dispongo a retomar la normalidad y el ritmo de mi vida, o más bien, de nuestras vidas. Nuestras, en la medida en que el contrato matrimoñal estableció ciertas obligaciones del chache para con mi señora, que fueron refrendadas y agravadas con el contrato parental posterior.
Nunca me ha asustado la soledad, de hecho, me he regocijado en ocasiones de tener como única compañía el sonido de mis pensamientos. Por eso, el primer sorprendido del rumbo que tomó mi vida hace ya siete años soy yo.
Siete años después, me acompañan mis pensamientos, mis prejuicios, mis complejos, una señora de buen ver (diga lo que diga) que me recuerda, entre otras cosas, que soy un desastre, y una princesa y un campeón que me reflejan indicandome que cada minuto que paso con ellos vale su peso en oro, aunque a veces se pongan pesados como el plomo, y unos amigos zumbados que siempre están en su sitio.
Por si esto no es suficiente, otras múltiples ataduras contractuales me ligan a una (¿gran?) empresa, a un equipo de trabajo, a una casa, a un coche, seguros, suministros, impuestos, plazos, compromisos...
¿Era esto lo que me imaginaba con 20 años? Supongo que no. No es que me queje, pero algunas veces tanta atadura no me deja respirar. ¿Arrepentido? Definitivamente no, sólo agobiadillo, pero se me pasará.
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