El paso del tiempo implacable se fué llevando nuestra juventud y con ella nuestra adolescencia y las taras propias que conlleva.
Un poco a empujones, acabamos el instituto con mayor o menor fortuna, y nos introdujo a la mayoría en la Universidad en la que nos prepararíamos para integrarnos en la vida adulta. La verdad es que nuestro grupo no aportó una colección de brillantes pensadores, hábiles economistas, o eminentes científicos, sino más bien un poco más de carne de cañón sin más para el perturbador mundo laboral.
Pero, todos no. Luisito si consiguió despuntar como un alumno sobresaliente en la Escuela de Telecomunicaciones. Su dominio de los algoritmos y lenguajes de programación le convirtió en un codiciado profesional para grandes compañías. Sin embargo, su carácter ratonil y su torpeza social acabaron estampándole la etiqueta de genio raro. Además es que él no tenía ni grandes ambiciones ni grandes necesidades. Con su pisito, sus frikadas y un buen cargamento de jamón de york y queso en la nevera (su alimentación básica) era sobradamente feliz.
Tampoco le llamó la Madre Naturaleza por la vida de pareja. De hecho, ni siquiera se le conoce relación alguna. Su interés por el sexo contrario (o por el propio) parecía ser nulo. Recuerdo que en alguna ocasión observé como se quedaba alelado por segundos al pasar alguna chica que, por otra parte, no tenía nada de especial en mi opinión. En todo caso, dicho ensimismamiento parecía tratarse únicamente de un error de su sistema operativo que, una vez reseteado, volvía a funcionar con normalidad.
Sea como fuere, más de veinticinco años después del Instituto Luisito se había configurado una existencia cómoda y solitaria en un muy digno apartamento perfectamente situado para sus necesidades. No tenía más necesidades, ni aspiraciones y vivía de manera relajada sin agobio de ningún tipo. Siempre disponible para cualquiera de nosotros, sus colegas del Insti.
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