Cuando se habla de audición consciente se suele emplear el verbo escuchar. Sin embargo, casi nadie dice que está escuchando música sino oyendo música.
No sé si esta convención popular se debe a una de esas pequeñas revoluciones incruentas que el pueblo soberano perpetra con respecto a las recomendaciones de la RAE, pero en todo caso, en lo que a mi respecta, en esta ocasión y sin que sirva de precedente, la ignorancia de dicho mandato, en caso de existir, me parece muy acertada.
Digo esto, no por tocar las narices a tan respetable institución, sino porque sinceramente lo creo. En mi caso, y creo que en el de la mayoría de la gente, muchas veces pongo música de fondo como quién enciende una chimenea en un día de frío: para que me caliente, me anime, me acompañe, para que esté ahí mientras leo, dibujo, escribo, cocino, o miro por la ventana. De hecho, lo que más me gusta de su compañía es la posibilidad de disfrutar de ella sin tener que prestarle demasiada atención. No es exigente, no es necesario pensar en ella ni analizarla ni nada que requiera ni una pizca de consciencia. Y eso me parece que, como las mejores cosas que conozco, no tiene precio.
Me da igual lo que diga la letra, me da igual la intención del autor o del interprete, me da igual el virtuosismo o la originalidad de la pieza, simplemente la oigo y disfruto. Así de simple.
Eso no quiere decir que, en ocasiones, como ocurre con todo el arte que me conmueve, no intente saber más sobre todo eso: letra, autor, intención, cómo lo hizo, por qué lo hizo y, ya el culmen, cómo podría hacerlo yo.
A mi juicio, es una ventaja sobre el resto de las artes: aunque me encante la literatura, o la danza, o la pintura, o la escultura, de ninguna de ellas se puede disfrutar de manera tan inconsciente como con la música.