Fue tarde, muy tarde. Concretamente en el verano de 1992. Siempre he ido a mi ritmo, y mi ritmo siempre ha sido lento. Ese es un tema del que tengo que hablar también. Sobre lo lento y la manía de hacer todo de manera rápida, y la frustración que genera. Pero esa es otra cuestión que será tratada en otro momento.
Estaba en aquel verano del 92. Hacía calor, como todos los veranos de Madrid desde que tengo uso de razón. Entonces tenía 20 años y carnet de conducir recién estrenado, lo que, a su vez, me proporcionó un trabajo de verano, y consecuentemente, algo de efectivo que gastar en contra de mi persistente falta de liquidez.
Trabajaba para una agencia de viajes en la calle Desengaño, cobraba semanalmente, y al salir con dinero en los bolsillos, las tiendas de discos de segunda mano de la calle de la Luna me estaban esperando.
Sorteaba todo lo cortesmente que podía las invitaciones de las profesionales del amor que estaban por la zona y acudía a aquellos garitos extraños, llenos de discos y fotos de películas míticas. Entonces comenzaba una búsqueda que fue tremendamente fructífera. Arramblé con discos de los Kinks, de los primeros de Status Quo, de Flamin Groovies, y aquél disco de los Rolling que quizá lo cambió todo.
Evidentemente, no me refiero a la historia de la música, sino a una transformación que ocurrió en mi forma de ver mi entorno y considerarme.
Les había oído antes, pero no me convencían. Sin embargo decidí persistir con la idea de que, si a tanta gente le gustaban, algo tenían que tener. Mi conocimiento no pasaba de sus típicas canciones que tanto ponían en la radio cuando sacaban un disco nuevo. Entonces sonó aquel Time is on my side, o Play with fire y todo cambió. En ese instante tuve la percepción de que abandonaba definitivamente la adolescencia (un poco tarde, lo admito) y empezaba otra etapa desconocida e interesante.
Lo curioso es que, a pesar de todo, ni aún así los Rolling se convirtieron en una "vaca sagrada" para mi. Cosas raras mías.
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